martes, 19 de noviembre de 2013

Las Otras Guerras Cántabras


Fuera estaba lloviendo. No era extraño. Su mano temblaba, pero no tenía nada que ver con el café que sujetaba. Poco a poco, se estaba acostumbrando a temblar. Añoraba, sin embargo, estar tranquilo; un poco, nada más. No era extraño que lloviese en Santander, tampoco era extraño que hiciera frío en Enero. Dio un sorbo y se quedó con la taza en la comisura de los labios. Tomó aire, oliendo los posos. Deseó un mundo mejor; no sólo para él, y para sus temblores. Deseó un mundo mejor para todos: para el trabajador oprimido, para la mujer sometida. Lo deseó, como siempre lo había hecho. Pretendía ser coherente con todo aquello. Un sonido le hizo dar un respingo. Se había caído un vaso. Volvió su mirada a un periódico cuando se dio cuenta que le miraban. Esperó unos segundos, y luego miró a través del cristal.

Justo en ese momento llegó un coche de la Policía Armada. No pasó de largo, como habría sido habitual, sino que se quedó ahí, esperando. Se mordió el labio. Les odiaba; les odiaba como difícilmente se puede odiar a alguien, si te estás esforzando en dar la libertad a todos los seres humanos. Pero su odio estaba justificado: demasiadas detenciones, demasiadas manifestaciones. Demasiado tiempo entre rejas. El conductor del coche apagó el motor y se quedó ahí, detenido.

El hombre que estaba tomando un café se quedó mirando unos instantes. Algo en su interior, algo primario, animal, le decía que debía alejarse de ahí lo más rápido posible. Que debía calarse el sombrero que tenía a su derecha, cerrarse la gabardina y comenzar una carrera, justificada por la lluvia intensa. Pero otra parte de él, aún más fuerte, aún más salvaje, le pedía que actuara de forma coherente a sus principios. Aquel coche se había detenido frente a la sede de la CNT, sindicato ilegal, sindicato en un extraño equilibrio, ante la falsa progresía de los nuevos tiempos y el afán de dominación de los militares fascistas. Hizo un gesto a un compañero, que estaba situado en una mesa, y ambos salieron de la cafetería.

Llovía aún más fuerte de lo que pensaba. Suspiró. Aún seguía temblando, pero su paso era firme. Así se lo había impuesto a sí mismo. Así debía de ser. Según se acercaban, salieron dos hombres del vehículo, uniformados. Terroríficos.

-¿Qué hacéis aquí?- les espetó.
-Hemos venido a protegeros- dijo el más mayor y de mayor rango-. ¿No sabéis lo que ha sucedido en Madrid?

La lluvia golpeaba con fuerza la chapa del coche. Durante unos instantes, los dos civiles se miraron entre sí.

-Han matado a unos abogados del PCE. Venimos a protegeros.

El hombre que tomaba el café no pudo evitar arquear una ceja, sarcástico. Pues resultaba, cuanto menos, sarcástico, que aquel hombre, aquel que se había dedicado a dar palizas, a extorsionar, a maltratar, a él y a sus compañeros, ahora dijera eso. Los tiempos cambiaban, pero el cadáver del general fascista todavía estaba caliente. Y lo que venía por delante, tampoco parecía mucho mejor. El policía iba a seguir siendo policía; y sus porrazos y sus balas dolerían igual, tanto en dictadura como en democracia.

-No podéis estar aquí- les espetó su compañero-. Ningún anarquista se acercará a cien metros de aquí si os ve merodeando por la zona. Tenéis que iros.

Al policía más joven le temblaba una mano. Parecía que en cualquier momento fuera a sacar la porra y acabar con aquel asunto.
-Hemos venido a protegeros- repitió el policía veterano, más dialogante. La carga de la brutalidad llevada a cabo durante tantos años parecía pesarle. Eso, o la artritis.

-Sabemos protegernos nosotros solos. Marchaos.

La voz del hombre que tomaba café era fuerte, rotunda. Serena. Y pese a todo, pese a su seguridad, pese a que sabían, él y su compañero, que tenían razón, tenían miedo. Miedo a su violencia, a su brutalidad. A no poder contarlo al día siguiente. A no saber, en fin, si el siguiente instante iba a ser el último. Mientras tanto seguía lloviendo, pero faltaría mucha más agua para limpiar la sangre vertida durante tantas generaciones.

Existen otras Guerras Cántabras, que aquellas publicitadas por el Emperador Augusto, y sus intentos de crear un enemigo donde no lo había . Unas guerras en las que, en fin, se batieron contra un enemigo mucho más real que cuantos puedan crear los emperadores y los augustos: se batieron contra la tiranía, el dominio, contra el militarismo y el fascismo. Son guerras que se dieron en Cantabria, pero también en Madrid, en Euskadi, en Euskal Herria, en Navarra y en Nafarroa, también en España: pero también en el Portugal salazarista, en la Grecia tiránica, de entonces y de ahora, en Bahía Cochinos. Una lucha internacionalista, una lucha que acabó en el País Vasco tan pronto desapareció el marxismo en la banda armada ETA. Las vueltas que da la vida.
Sirva esto como pequeño homenaje a los que lucharon, pero también a los que aún siguen luchando, no sólo aquí, sino donde luchar suele acabar en la muerte. No hace tanto de eso.  Sirva homenaje también para los que no dejarán de luchar en el futuro.

La librería La Vorágine de Santander también les brinda un homenaje, junto a Presos con Causa, mediante el programa Militancias, un conjunto de charlas sobre militantes antifranquistas en la Cantabria del final de la Dictadura (1956-1976). Hoy será la penúltima, la próxima será el próximo Martes a las 19:30. Pero, hoyjan, buena noticia: se van colgando los videos con lasintervenciones. Muy recomendable su visionado.

¡Que disfrutéis!



PD: El relato está adaptado de un hecho real que, precisamente, aparece en esas Militancias.

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